Día a día cobra nuevo impulso la ofensiva de Hugo Chávez por aplastar cualquier señal de protesta popular antes de que el desastre se haga demasiado evidente en las urnas el 26 de septiembre.
Bien sea porque los signos inocultables de que la gran crisis nacional no cesan en absoluto sino todo lo contrario, bien sea porque ahora se ha añadido el bochorno sin precedentes ni excusas de los alimentos podridos en miles de contenedores que tampoco cesan de aparecer en todas partes. Hasta en los barcos que llevan (es un decir) ayuda humanitaria a Haití. Como si, en definitiva, esa podredumbre que todo lo devora sin remedio, al Partido Socialista Unido de Venezuela en primer lugar, fuera la representación más lapidaria del drama presente y futuro de Venezuela.
¿Se dará cuenta Chávez de la exacta magnitud del desastre? Y algo mucho más enigmático aún: ¿qué pasará de verdad, verdad por su cabeza cada vez que llega a sus manos una de las tantas noticias escalofriantes que hunden al resto de los mortales en un mar de desaliento extremo y confusión irremediable? Y me hago estas preguntas porque la reacción pública de Chávez ante estos desafueros de su régimen es de una violencia feroz, ¿desesperada?, y fuera de toda proporción. Nada de amenazas más o menos inquietantes para distraer la atención de los venezolanos de las elecciones parlamentarias, como inconcebiblemente insisten en señalar algunos analistas políticos resueltos a no perturbar el modus vivendi de cierta oposición con el régimen, sino medidas muy concretas, secuestrar a Oswaldo Álvarez Paz durante más de 50 días, por ejemplo, dar pasos muy concretos para finalmente pasarle la factura de su rencor a Globovisión o sencillamente profundizar, después de haber cerrado el mercado paralelo de divisas, en la práctica instalación de un auténtico "corralito" a la manera cubana, su campaña por apoderase de los bancos que todavía no son, óyeme tú, del Estado soy yo.
Los últimos zarpazos de Chávez en esta dirección han sido, nada casualmente, contra Globovisión. Es bueno aclarar, sin embargo, un aspecto perversamente engañoso de la maniobra chavista. Las decisiones tomadas por la fiscal general de la República, siguiendo al pie de la letra la hoja de ruta que Chávez fija y difunde cada semana en sus maratónicos programas de radio y televisión, no son contra los principales accionistas de ese canal, empresario uno, banquero el otro, por presuntas irregularidades en el manejo de sus respectivos negocios, problemas que en todo caso pueden y deben dilucidarse de acuerdo con las normas establecidas en las leyes venezolanas sin afectar el derecho ciudadano de estar informado, sino contra la libertad de expresión como valor esencial y no negociable en absoluto de cualquier democracia que se jacte de serlo.
Como sucedió con Radio Caracas Televisión hace poco más de tres años, esta última arremetida oficial contra el último canal de televisión independiente nada tiene que ver con los derechos o abusos comerciales de Marcel Granier, Guillermo Zuloaga y Nelson Mezerahne, porque de lo único que se trata es de condenar a los venezolanos al cómodo y eterno silencio de las catacumbas.
O sea, garantizarles a Chávez y a sus lugartenientes larga vida en el poder sin que el más leve zumbido les perturbe jamás el sueño.
En otras palabras, no nos hallamos ante una etapa avanzada de la lucha revolucionaria contra el neoliberalismo más salvaje, tal como lo encarnan estos dueños capitalistas de los medios de comunicación en la versión oficial de la historia. Lo que Chávez se trae entre manos poco o nada tiene que ver con la ideología. Lo suyo es muchísimo menos elaborado.
Todo para mí, dice y repite estos días, retorcido leitmotiv de todos sus resentimientos. Todo el poder político, todo el poder económico, todo el poder comunicacional en mi puño bien cerrado de niño que ya dejó de ser pobre e indefenso. De eso y de nada más se trata, aunque desde Miraflores y desde Pdvsa traten de pintar a Venezuela de rojo-rojito. Puro y elemental totalitarismo, simple visión hegemónica total, como la que en definitiva puede explotar a su antojo un vulgar comandante de batallón en algún paraje apartado de Venezuela. En el fondo, esquemática reducción de la política a la absurda dialéctica estalinista para disimular las feas verrugas de la dictadura tras el ropaje meramente formal de la más falsa democracia. Un disimulo de carácter perenne desde hace once años, mientras aquí, en la dura realidad de todos los días, lo único que nos arroja Chávez a la cara es la turbulencia primordial del proceso y la nada para los demás como único propósito político real de su régimen.