En Venezuela, cada fin de semana, y sin tsunamis ni terremotos, mueren en la calle decenas de venezolanos a manos del hampa.
En las cárceles la cifra también es escalofriante, tomando en cuenta que se trata de recintos cerrados donde se supone impera la ley y el control debe tenerlo el estado para garantizar la paz y la convivencia entre quienes cumplen condena o están procesados. Entre Enero y Febrero, sólo en Caracas y el estado Carabobo, las muertes violentas sobrepasaron las mil personas.
En esos mismos dos meses, dos países han debido enfrentar también cientos de muertos, pero a causa de tragedias naturales impredecibles. En Venezuela, esas muertes se producen lamentablemente como parte de una rutina a la cual la mayoría no estamos dispuestos a acostumbrarnos, porque resulta que buena parte de las causas que ocasionan esta tragedia permanente, predecible, denunciada, evidente, manifiesta y de larga data, son imputables a la ineficiencia y al desgobierno en el que vivimos.
Cuando el país miraba con estupor el caso de las dos mujeres halladas muertas en parque Caiza -madre calcinada e hija con disparos en su cuerpo- los voceros más insignes del gobierno se ocupaban voraces de descalificar el informe de la Comisión de Derechos Humanos que precisamente hace un alerta sobre el irrespeto a las libertades y los derechos individuales de los ciudadanos.
En la página web de la Defensoría del Pueblo, por ejemplo, cuando se explica la misión de esta novedosísima instancia del poder ciudadano, se indica que ella tiene su origen en la figura del ombudsman, fundada en Suecia en 1809 y que surge de la necesidad de idear un mecanismo para oponerse al poder de la administración del Estado, cuando éste es ejercido desconociendo los derechos de los ciudadanos y ciudadanas. La figura del Defensor del pueblo, el ombudsman o el Procurador de derechos humanos, como también se le conoce, fue creada para constituirse en un límite a los abusos cometidos por las autoridades estatales, así como para promover el respeto de los derechos humanos y contribuir a dotar a la sociedad de una cultura interior sobre la vigencia de los mismos.
Cuando en Venezuela se impide a los medios acceder a las cifras de fallecidos en la morgue; cuando no se activa el imprescindible plan nacional de desarme; cuando la impunidad, según varias denuncias de ONG y comisiones de derechos humanos de partidos políticos llegan al 90 por ciento de los casos; cuando siguen muriendo decenas de venezolanos cada fin de semana y la justicia para sus familias no llega, es evidente que el Estado está desconociendo los derechos de los ciudadanos. Pero sobre eso no vemos ningún pronunciamiento de las instancias del Poder ciudadano. La respuesta es simple: la politización oficial ha carcomido las instituciones y los ciudadanos estamos a merced del uso discrecional de la justicia, donde a unos se le respeta el derecho a juicio en libertad y a otros no, por solo citar un ejemplo.
La pérdida de una vida humana siempre es lamentable y debe provocar conmiseración. Haití y Chile merecen nuestra solidaridad y apoyo; pero los ciudadanos venezolanos, esos que son los que más solidaridad y apoyo han ofrecido a estos pueblos hermanos en tragedia, merecen también garantías a su vida y protección por parte del gobierno, que para eso esta allí. Ése es su trabajo, y la ley debe forzosamente entrar por casa.